El arte llama al arte a través de una cadena de metáforas que dibujan el imaginario de una comunidad humana en el tiempo, en su cultura sensible. De este modo, se establece lo que entendemos todavía sin mayores compromisos como tradición artística. Tomo prestada la idea que encabeza estas líneas del poeta catalán Carlos Barral, y lo hago precisamente al hilo del tema, y por una razón que se me antoja complementaria; pues a mi entender, describe sencillamente algunos de los motivos cardinales que se sobreponen en la obra reciente de Gloria Carrasco. Debo confesar, además, que tierra y fugacidad son dos viejas nociones estéticas de dimensión abierta y analítica a la par, que pueden señalar a la mirada del espectador contemporáneo un punto de inflexión en la madurez creativa de la artista. Se trata de exponer la naturaleza a partir de “la petite sensation”, “ de las sensaciones cromáticas que desata la luz”, y que son la causa de las potentes abstracciones formales que singularizan las esculturas de Carrasco. Por otra parte, Carrasco no ha sido alguien que, en su trayectoria, haya traicionado los principios estructurales e íntimos de su concepción artística, en pos de no se sabe qué dicta la mercadotecnia que actualmente nos acosa, lo cual añade interés y respeto por lo que hace.
Siempre me ha intrigado una apreciación circunstancial de Georg Simmel, el mundano filósofo berlinés, en una nota sobre el paisaje publicada hacia 1911 y recuperada en la selección de sus escritos titulada Cultura filosófica. Sugería el filósofo; “ La impresión estética, producida por lo que se contempla, depende de su forma, pero sin desestimar otro factor que condiciona nuestra respuesta: la magnitud, la intensidad en que se fundamenta la impresión”. Forma y configuración, forma y espacio, por decirlo en otro sentido, se constituyen en la unidad irreparable de la impresión estética que se hace perceptible - diría que sobre todo materialmente- al trasladar las formas naturales del paisaje a la obra de arte, al reducto de la cerámica y de la escultura. Sin duda, Simmel acierta en su argumentación.
En la soledad de su estudio, un Beethoven totalmente sordo, sumido en la misantropía y en una desbordante inspiración, contempla las pinturas negras de Goya y escribe: “ Quiero ser un árbol más un hombre”. La idea de lanzar puentes entre la acción humana y la tierra, de hacer que el arte sea una metáfora de la vitalidad y la fuerza cósmica de un pequeño detalle de la naturaleza, nació con el primer romanticismo, una “oda a la alegría” de vivir surgida después de la tempestad y de la acción negativa del hombre sobre el entorno. Desde entonces, la relación del artista con el paisaje ha sido un devenir de impresiones y expresiones. Es como si Carrasco estuviese construyendo un espacio continuo, sin divisiones internas perceptibles, en el que el mundo orgánico está relacionado con el mundo del pictorismo decorativo por un lado, y con la forma abstracta idealizada por otro.
La obra reciente de Gloria Carrasco tiene una estrecha relación no sólo con el espacio, sino también con el tiempo y la arquitectura. A lo largo de más de dos décadas de creación, esta conversación íntima con estos elementos, no ha dejado de ampliarse y complicarse, no sólo desenvolviéndose en todos los cerramientos que configuran en espacio construido, sino empleando toda suerte de recursos físicos, simbólicos e ilusionísticos. En cierta manera, todo esto nos indica que Gloria Carrasco piensa y se expresa en una firme dimensión posvanguardista o posmoderna, para la que ya no hay limitaciones preestablecidas de ningún tipo, ni de materiales, ni conceptuales. Ha usado la luz y el color desde su tratamiento más abstracto hasta como medios más simbólicos. Carrasco nos descubre que es una artífice del perfecto sentido de la forma vacía, la que evoca la ilusión de la luz, la que ve en la ecuación de Einstein la forma más bella, la que juega con el ojo fijo y el espacio en movimiento, la rigurosa – no devota- la artista que es capaz de descubrir en la tierra y en la huella del tiempo el enigma, al conseguir encantar y sobredimensionar nuestro sentido del espacio, como en un escenario metafísico.
Por decirlo de una forma sencilla, Gloria Carrasco ha combinado una reflexión objetiva sobre el espacio, lo cual le ha dado un toque clásico, con evocaciones íntimas de la memoria, de suyo subjetiva, pero que ella se las ha arreglado para ahondar psíquicamente aún más, bordeando el territorio de la historia personal con otros estratos más profundos e inconscientes. Con fidelidad sigue en ello, pero, claro, no de la misma manera. Ahora afronta, desde un punto de vista simbólico, el tema de la tierra, que necesariamente es el signo grabado del paso del tiempo, pero lo hace de nuevo mediante esa misteriosa coyuntura entre lo objetivo y lo subjetivo.
Pero no se trata de que posea un amplio y versátil registro, sino que los límites de las artes y los géneros tradicionales ya no cuentan para ella: que lo que hace es ya de por sí una mezcla de elementos y cualidades plásticas, escultóricas y arquitectónicas. De esta manera, revisando piezas como Geometrías de la tierra I y II, 2009, La piel de la tierra, 2011, cabe percatarse de esa extraordinaria riqueza de efectos y texturas; un registro material de un desalojamiento de la masa a favor del espacio en el que más que el propio resto físico, se evidencia una nueva presencia inmaterial. Ahí esta presente su delicada rugosidad, donde la transparencia luminosa cuaja y se hace forma, generando así una especie de hornacina espacial; ahí, también, sus poéticos surcos, como huellas de un tiempo perdido, pero que al mismo tiempo, son un registro de la tierra; ahí, en fin, sus formas abstractas, sus fascinantes celosías como sus misteriosos agujeros de luz y sus espectrales sombras, como por ejemplo, Estalactitas, 2010, Las firmas del agua, 2010, Fronteras naturales, 2000, donde el barro y el color, se conjuntan en un mismo espacio. El sentido de toda esta pieza espacial no puede, sin embargo, ceñirse a la obviedad de un simple juego de relación decorativa con la arquitectura, sino a una forma de transfigurar el espacio neutro de una pared cargada de historias, como si el espacio estuviera, en efecto, animado, como si las paredes estuvieran dispuestas a hablar.
Es en esta forma de elocuencia la que fuerza Gloria Carrasco, insertándose en el doblez que todo muro esconde, que es físico, sin duda, porque una pared separa y comunica dos espacios, pero también es una “tapadera” espacial y, como tal, fuente de reflejos, transparencias, ilusiones, imágenes y símbolos. De repente, Carrasco nos muestra el envés de lo real, el potencial significativo que encierran los límites y las demarcaciones con los que ilusoriamente creemos protegernos – separarnos- del exterior, sin percatarnos de que el espacio es fluido, cambiante, moldeable, que, en definitiva, una construcción, una guarida, no es sino un exterior interiorizado y, como tal, un espacio poblado por fantasmas físicos y metafísicos, pleno de recovecos, signos, símbolos e ilusiones. Ésta es la gran lección que nos proporciona Gloria Carrasco: descubrir en la tierra, en el espacio, en el tiempo, en las huellas de la memoria, el significado del arte.
Por eso, cuando se dice que la cerámica de Carrasco guarda una estrecha relación con la arquitectura y la escultura, no cabe más remedio que aceptar esta evidencia, pero, sobre todo, porque nos demuestra que los muros que se mezclan con sus cerámicas, además de oír, hablan, o, si se quiere, que, habiendo escuchado de todo, por fuerza tienen muchas cosas que contar, aunque su elocuencia no precise de sonidos, que tampoco desdeña. No creo que haga falta repetir de qué tradición, antigua y moderna, extrae Carrasco esta sabiduría, pero creo que, en su obra reciente - Los senderos del agua, 2009; Estela, 2011, son un ejemplo claro de esa síntesis -, ha logrado un conjunto de gran fuerza y simplicidad estética.
Gloria Carrasco ha observado, con esa mirada profunda que atraviesa el tiempo no alargado, sino vertical, esos hechos cálidos que dan sentido a las esculturas y las transforman en huellas del deambular humano. Nos demuestra con su obra la versátil función y la rica simbología de los pliegues, la posibilidad de entretejer fragmentos hasta construir, a partir de remiendos, una avenida sin fin. Carrasco puede, como los ceramistas antiguos, hacer, según los pliegues muy diferentes piezas, pero puede también tensar las cerámicas hasta formar insólitos planos arquitectónicos, escaleras celestes.
Observo ahora su trabajo con emoción. Me emociona que sus obras se puedan entremezclar con las de las tejedoras que realizan obras maestras sin la menor conciencia artística. Imagino que cuando sus piezas estén desplegadas cubriendo los asépticos ámbitos de un museo, producirán un efecto profundo, completo y transfigurador. Imagino que traerán el color de la memoria, el sentido del habitar, la luz de los caminos, el palpitar de la vida, sin los cuales el arte no es nada o es un remoto reflejo de nuestro desamparo, cada vez más al descubierto. Me emociono porque, gracias a lo que Gloria Carrasco hace, nos deslumbra un hecho infinitamente más relevante que el arte: la belleza de la naturaleza, las huellas de un cráter volcánico, el registro del tiempo. Me emociono porque esa belleza muy antigua quizá no esté por completo olvidada.
La belleza está siempre más allá de donde suponemos y, sin duda, hay que ir a buscarla. Hay que tejer la historia, entre cuyos rumbos se anuda alguna verdad. En esta excursión interminable que araña el árido polvo del camino resplandecen las huellas de Gloria Carrasco, devolviendo a la cerámica su verdad artística más profunda: la línea que marca el sentido original del arte. Y así ésta vuelve a comenzar. Todo el conjunto de su obra reverbera a la luz de la madurez, que es aventura sin alocamiento: experiencia, fuerza, sentido.